A mis abuelos se le fue la casa

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La casa está ubicada en Cidra

Centro de Periodismo Investigativo

“Ese tornado que vino al final fue el que me llevó mi casita”, murmullaba mi abuela mientras barría frente a la casa las ramas y hojas que dejó el Huracán María.  Estaba en trance.

La casa de mis abuelos era lo más que me preocupaba durante el huracán que destrozó todo a nuestro alrededor. Había resistido Hugo y Georges sin rasguños, pero esta vez, estaba claro que era imposible que sobreviviera.

El temor de saberlos sin su casa, a sus 90 años, me llenaba de ansiedad y desesperación. Sacar agua con mi compañero durante casi 10 horas y aguantar la puerta para que no la arrancara el viento me distrajeron suficiente. Pero cuando a las 6 de la mañana del jueves mi papá nos tocó a la puerta, lo primero que dijo fue: “Se llevó la casa de tus abuelos”. Ahí supe que el destrozo de toda la naturaleza a mi alrededor estaba en segundo plano, porque se regeneraría. Pero esto otro, ¿cómo se enfrenta?

Mis abuelos, siempre temerosos de los huracanes, se mudaban por unos días a casa de mis padres; sus vecinos en una finca de Cidra que ellos mismos han denominado Tierra Linda, como para que nadie tenga duda de lo que hay allí. Esta vez no fue la excepción, así que mi preocupación durante esas malditas 30 horas del paso de María no eran ellos, porque yo sabía que estaban bien. Sino su casita. No habían tormenteras que aguantaran esto.

Era una estructura con cimientos en cemento, pero hecha en madera durante los años 70, cuando mis abuelos decidieron regresar al campo desde Guaynabo, donde habían criado a sus hijos y trabajado para echar adelante una familia de cuatro. Regresaron porque aquí estaba la familia de ambos, y porque amaban el campo. Fue ella, mi abuela, quien insistió en esa mudanza, y así fue como construyeron su casa, sobre una lomita espectacular y encima de tierra generosa, donde por décadas han cultivado mucho de lo que comen, y todas las hierbas medicinales y silvestres que se puedan conseguir. Parchas, yautía, plátanos, guineos, acerolas, guanábanas, calabazas, espinacas, limones, carambolas, tomates, aguacates, guayabas, albahaca, tomillo, perejil, recao, orégano. De todo había en la finca, y con todo arrasó el Huracán María.

Ahí pasé la Nochebuena por 36 años, comiendo pernil y arroz con granos frescos y conversando con mi familia materna alrededor de la chimenea hecha con piedras de río que abuela había hecho a su medida hace tantos años. Ahí me crié, porque mientras mi mamá trabajaba, abuela me cuidaba y me enseñaba el mapamundi, el abecedario, y jugábamos canicas, jacks, peregrina, hacíamos casitas bajo el flamboyán, y con mi abuelo comíamos frutas de todas clases, jugos naturales, y hablábamos de cosas, del país. Ahí aprendí a amar la lectura, me hice adolescente, me llevé varios escobillazos y encontré todo lo que necesitaba para enfrentar el mundo. Esa casa, siempre llena de amor, fue un símbolo de la buena vida a la que, al menos yo, quise aspirar.

“Estamos vivos. Unos perdimos la casita, pero estamos vivos”, me había dicho abuela unas horas antes del episodio de la escoba, cuando almorzábamos. Parecía resignada, pero no lo estaba.

Para llegar a mi casa, que también está en Tierra Linda, mi papá había tenido que subir una montaña a pie, sorteando obstáculos naturales: casi medio centenar de árboles en el piso obstruían la llegada de cualquiera. Poco después subieron por el mismo sendero mi tía y mi primo. Abrazos, llanto. Cuando bajamos la jalda, allí estaban en la calle mi madre y mi abuela, que llorando me decían que en lo único que pensaban durante el huracán era en que yo y mi compañero estuviéramos bien. El susto fue brutal.

Y allí estábamos, toda la familia, frente a los escombros de la casa de mis abuelos, en shock total. No pude tomar ni una foto, porque era demasiado fuerte la escena. Luego de unos minutos, decidimos irnos a casa de mis padres a hacer café en una hornilla para enfrentar el día… y la vida. Tratar de recuperar lo que se pudo de la casa fue un ejercicio espantoso, que asumieron mis tías, mientras los vecinos solidarios abrían caminos en la finca y sacaban escombros para poder movernos. Ropa, álbumes de fotos, medicinas, enseres. Lo que se pudiera salvar, ellas lo sacaron.

Al final del día, traté de sacarme el olor de la tragedia con agua de lluvia que habíamos cogido por el día, como si un baño helado fuera a quitar esa tristeza.  

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