Educadoras cuentan cómo integran la perspectiva de género en el salón

Ante la inacción del oficialismo del Departamento de Educación para implantar un currículo con perspectiva de género, tres educadoras con la conciencia de su importancia buscan estrategias para atajar las bases de la inequidad de una sociedad patriarcal desde sus espacios, en sus escuelas. 

Menos tiempo para educarse debido a la escasez de oficiales de custodia

Los menores en alguno de los dos Centros de Tratamiento Social del Negociado de Instituciones Juveniles (NIJ) deben recibir a diario seis horas de servicios educativos, al menos dos horas de servicios psicológicos y reunirse con un trabajador social, según estipula un acuerdo entre el Departamento de Justicia federal y el Gobierno de Puerto Rico. Sin embargo, en 2021, los centros perdieron 36 oficiales correccionales al tiempo que la agencia identificó que necesita 81 oficiales para el año fiscal 2022. Las clases se suspenden cada vez que el personal no da abasto para garantizar la seguridad de los maestros, los menores y el personal del Departamento de Corrección y Rehabilitación (DCR). 

El remedio a estas suspensiones se ha limitado “con demasiada frecuencia” a dejarles tareas y materiales impresos en sus módulos de vivienda sin instrucciones de los maestros, explica el informe más reciente de la monitora federal, Kimberly Tandy. 

El Departamento de Educación (DE) tiene 41 maestros contratados para impartir clases en las instituciones correccionales juveniles. En el Centro de Tratamiento Social de Ponce, 20 jóvenes reciben servicios educativos, de los cuales siete pertenecen al Programa de Educación Especial. Allí la enseñanza no se interrumpió entre agosto y diciembre de 2021 según el informe federal, pero los pocos oficiales de custodia disponibles también doblaron turnos para garantizar los servicios.

Entre la escuela y el trabajo: estudiantes de escuela superior enfrentan el miedo al fracaso

Ocho estudiantes de duodécimo grado forman un círculo con sus pupitres debajo de una carpa en el patio interior de una escuela del municipio de Guaynabo. Fuera de la carpa, salpica una llovizna; adentro, llueven realidades. 

Comenzaron el cuarto año de escuela superior dividiendo su tiempo entre estudios y trabajo. Hay tres chicas jóvenes en el grupo: una trabaja de mesera, otra de niñera, y la tercera es madre y técnica de uñas. Entre los chicos, uno trabaja en Subway, el otro es barbero, un tercero es empleado en El Mesón, el cuarto trabaja como electricista en la construcción “o en cualquier cosa que aparezca” y otro es empleado en una pizzería. Todos son menores de 18 años y dijeron que aspiran a continuar estudios técnicos o universitarios cuando se gradúen de la escuela superior. 

“Yo soy contratista”, aclara el que trabaja en construcción, a minutos de que suene el último timbre.

Resultados sobre el rezago académico todavía no se usan para cambiar la realidad en el salón de clase

A la salida de la Escuela Santiago Veve Calzada, en Fajardo, una estudiante de noveno grado camina junto a su madre. Es mediodía y hay cambio de turnos para las tres escuelas que operan en este plantel en interlocking. La joven tomó la prueba diagnóstica Línea Base, que busca medir el rezago académico de los estudiantes. Cuando se le pregunta por el proceso, la joven simplemente comienza a mover la cabeza, como diciendo que no. La madre le pide que hable y describa la experiencia. 

“Un revolú”, exclama, y pide que no se le identifique.