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Las rutas que mitigan el hambre

CRÓNICA

14 de mayo 2020

Foto por Eric Rojas | Centro de Periodismo Investigativo

Manuel tiene 86 años y vive solo en la comunidad de Venezuela en Río Piedras. Para llegar a su pequeña residencia, hay que recorrer unas escaleras estrechas al margen de la calle. Está sentado en su cama, sin camisa, pero arropado con una sábana en medio de un caluroso jueves de mayo. El aspirante a sacerdote que le lleva comida todos los días me lo presentó.

“Hace tiempo que no te veía por aquí”, me dijo el hombre, sonriente, mientras recibía su plato de comida caliente. Nunca nos habíamos conocido. Me extendió la mano, y yo sin saber qué hacer. Mientras entré con cautela a su residencia, guardando distancia, y usando mascarilla y guantes, Don Manuel insistió en que lo saludara con la mano. Le ofrecí mi codo, ante su mirada de sorpresa y decepción. Me pensé juzgado por la imagen de Nuestra Señora del Sagrado Corazón que decoraba la sala de la casa.

Ese momento entendí mejor la situación de muchos adultos mayores en medio de la pandemia del COVID-19 y las políticas de distanciamiento físico. Resultó evidente que toda esa información que recibimos a través de Internet y otros medios de comunicación masiva no le llega a toda la población. “Usted tiene razón. Hace tiempo que no venía por aquí. La última vez que vine recuerdo que hablé un rato con Doña Guille”, le respondí, tras recordar que hace dos años fui al barrio Venezuela como parte de un proyecto de una red comunitaria de monitoreo de calidad de agua. Guille fue el primer nombre que recordé. Necesitaba improvisar.

“Guillermina, je je”, respondió el hombre, provocando mi alivio.

Es la tercera persona que el estudiante de teología, Samuel Pérez, visitaba esa tarde. Todavía faltan seis. Desde el 18 de marzo, integrantes de la Sociedad Fraterna de Misericordia de Río Piedras han hecho el mismo recorrido para llevar alimentos a adultos mayores que viven solos. La llegada a estos barrios de la guagua con comida es uno de los momentos más esperados del día desde que hace dos meses comenzó el toque de queda y se redujeron los servicios a esta población como resultado del distanciamiento.

A pocos minutos de la casa de Don Manuel, Doña Ana, de 98 años, espera a Samuel con un frasco de comida enlatada. Es su trueque una vez recibe el plato de comida caliente. Su casa es pequeña, de madera, despintada y alejada de la calle. Todos los días Doña Ana dona algún producto e insiste en devolver los platos de la comida del día anterior.

“Agarra el paquete que se te está soltando”, le dijo Doña Ana al Hermano católico, que aguantaba la bolsa que incluía la lata de comida y un jugo.

Según han avanzado las semanas desde que comenzó el toque de queda en Puerto Rico el 16 de marzo, las solicitudes de llevar alimentos a las residencias de adultos mayores que viven solos han aumentado para las distintas organizaciones que trabajan con esta población. Las personas que atienden a muchos de éstos, ya no se reúnen con sus participantes por precaución. Las medidas de aislamiento físico añaden una capa al aislamiento social cotidiano experimentado por integrantes de la población de viejos y viejas en Puerto Rico.

Tal es el caso de Francisco, de 73 años, e inmigrante de Cuba, quien actualmente reside en la comunidad San Felipe de Río Piedras. Su esposa murió en el 2002 y más reciente, el hombre fue impactado por un camión.

“Este señor nos fue referido por su plan médico. Nos dijeron que la trabajadora social no podía dar los servicios”, explicó Samuel, al hablar de Francisco como un ejemplo de lo abandonada que ha quedado la población de adultos mayores desde mediados de marzo.

Al hambre se le añaden los casos de salud mental, y la falta de acceso a citas médicas y medicamentos en el contexto del toque de queda.

No todas las personas que recibieron comida esta tarde salieron a sus balcones. Entre los adultos mayores a quienes se les entregó un plato, había encamados y personas con limitaciones físicas.

“¿Cómo les ha ido?”, preguntó Samuel a Ramón de 61 años, que salió a recoger tres platos.

“Pues mami se cayó y se rompió las costillas”, respondió el hombre frente a su residencia en una calle en Cupey. Casi todos los días le repite la misma oración a Samuel, como si se tratara de información nueva. Es paciente de salud mental, y desde mediados de marzo también es la persona a cargo de velar a su padre encamado de 91 años y su madre de 82 años que sufrió la lesión en cuatro costillas.

En la punta este del país, en el municipio de Humacao, la situación no es muy distinta.

En las instalaciones del Programa de Educación Comunal de Entrega y Servicios (PECES) en la comunidad costera de Punta Santiago, un improvisado sistema de servi-carro en la cancha bajo techo está listo para distribuir platos de comida entre la gente de la comunidad.

“Usted se va a llevar 12 platos, pero necesito que me diga el nombre de la familia y me dé su firmita por aquí”, comentó una de las voluntarias a una mujer que llegó a recoger la comida.

En media hora, un total de 10 carros entraron a buscar los platos para sus respectivas familias.

“¿Ustedes también van a salir a repartir comida aquí en Punta Santiago?”, le pregunté a Marta Lebrón, una de las coordinadoras de las entregas.

“Sí, empezamos esta semana y hasta ahora lo estamos haciendo lunes, miércoles y viernes. Vamos a casas de personas que no tienen vehículos, pero mayormente vamos a donde adultos mayores que viven solos. Estamos esperando al chofer”, me respondió.

La guagua de PECES salió al mediodía rumbo a una de las comunidades más pobres de Humacao.

“Queremos ir a las casas a la misma vez que repartimos la comida en la cancha porque es la hora de almuerzo”, añadió Lebrón.

PECES todavía no ha recibido dinero del Gobierno para los alimentos que ha estado ofreciendo en esta emergencia, aunque sí está en proceso de gestionar y enviar los datos para que la Oficina de la Procuradora de Personas de Edad Avanzada les considere como recipiente de los fondos federales que hay para este fin.

Me fui detrás de la guagua, sin saber cuántas casas serían visitadas. Más de una hora después, tenía apuntadas en mi libreta un total de 18 residencias y 37 platos entregados.

Aunque la playa estaba vacía, el área de los quioscos en Punta Santiago estaba concurrida con personas haciendo fila para comprar frituras y mariscos con sus máscaras de protección y poco más de cuatro pies de distancia entre cada una. En los postes de la carretera PR-3 permanecían carteles de la campaña “Puerto Rico Se Levanta” que se popularizó después del huracán María en el 2017. También había pasquines promocionando la campaña de reelección del alcalde de Humacao, Luis Raúl Sánchez, promocionado como “un hombre trabajador”.

A pasos de la movida de los chinchorros costeros y los pasquines políticos, una mujer en la calle Pargo esperaba en bata en su balcón por la llegada de su plato de comida. La anciana se paró de su silla y con una sonrisa fue a buscar dos platos y firmar el documento que le entregó Marta.

Diez minutos después, habían visitado otras tres casas. Muchas estaban ubicadas en calles estrechas y sin salida alejadas de la carretera principal de la comunidad Punta Santiago.

Al igual que en Río Piedras, hubo casos de personas que no pudieron salir a recoger los platos de comida. Algunos estaban en sillas de rueda y otros pasaban la mayor parte del día en sus camas.

“En esta casa que acabo de entrar, la señora tuvo un derrame cerebral y está encamada. Su esposo está en silla de ruedas. Aquí la mayoría son adultos mayores”, explicó Lebrón tras salir de la decimoquinta casa.

“Todavía tienen los adornos de Navidad”, observé.

“Sí, bendito, parece que no han conseguido a nadie que se los quite”, comentó la empleada de PECES.

Son las organizaciones no-gubernamentales y líderes comunitarios quienes se han encargado de identificar y ubicar a aquellos adultos mayores con necesidades de servicios, principalmente en lo que respecta a la alimentación. Sin embargo, su tarea sería más efectiva si el Gobierno tuviera datos o mapas que permitieran ubicar a los adultos mayores viviendo en condiciones precarias, que necesitan alimentos y están más vulnerables.

La disponibilidad de esa información podría hacer una diferencia en términos de fiscalización y la distribución de estos recursos del Gobierno para beneficio de los viejos, pensé en voz alta mientras observaba a Marta hacer su entrega en la decimoséptima casa.

¿Cuán difícil sería trabajar con sistemas de información geográfica para que la Procuradora de Personas de Edad Avanzada o el Departamento de la Familia sepan hacia dónde dirigir los fondos y recursos que tienen?

Mientras me formulaba esas preguntas de geografía y política pública, un señor salió a su balcón a recibir dos platos de comida. Le hizo un gesto a Marta para que no se marchara. A los pocos segundos, el hombre regresó con dos mangóes que le entregó a la mujer. Se despidieron con gestos de alegría.

La mirada de Marta reflejaba la satisfacción de haber culminado una misión importante.

“Son muchas casas”, le dije.

“Sí, es fuerte, pero lo hacemos con mucho amor”, puntualizó la mujer antes de montarse en la guagua y regresar a la sede de su organización.

(Para proteger la identidad de los participantes que reciben servicios de organizaciones sin fines de lucro, según lo solicitaron las entidades, los nombres que se presentan en esta crónica no son los verdaderos.)

 

Rafael R. Díaz Torres es miembro de Report For America.

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