Hace 10 meses comencé a entrevistar a residentes, activistas y líderes comunitarios de vecindarios costeros para conocer las consecuencias de la crisis climática en sus playas, especialmente por la erosión costera. Durante esas conversaciones, las personas denunciaban la compra de terrenos costeros, como ocurrió en el barrio Joyuda en Cabo Rojo y el desarrollo de proyectos residenciales de lujo en el barrio Bajuras, en Isabela.
Ese es el caso también del sector Quique Bravo, una pequeña comunidad en Isabela donde los beneficiarios inversionistas de la Ley 60, Daniel Grunberg y Tyson Carter, pretenden construir viviendas de lujo en una zona parcialmente inundable. Esta situación se repite en otros municipios costeros de Puerto Rico. En Vega Baja, Mason Edward Gorda y Dennis Keith Bostick – también beneficiarios de la exención contributiva para inversionistas extranjeros – compraron terrenos ecológicamente sensitivos en playa Sarapá. En Arecibo, donde la familia Abreu Valentín ocupó estructuras abandonadas en la Zona Marítimo Terrestre de la comunidad Islote para expandir sus negocios de alquileres a corto plazo.
Proyectos como estos se han desarrollado por décadas en Puerto Rico ante la mirada impasible de quienes han dirigido el Departamento de Recursos Naturales y Ambientales (DRNA). Esta indiferencia gubernamental ha propiciado la pérdida de las playas que pretendemos nos sirvan como barreras naturales que nos protejan de la voraz crisis climática. Mientras nuestras barreras naturales son destruidas, el DRNA levanta una muralla contra la transparencia.
El Centro de Periodismo Investigativo ha tenido que recurrir a los tribunales en tres ocasiones en los pasados cinco años para que el DRNA entregue documentos públicos. Esta también es la experiencia de ciudadanos que, preocupados por movimientos de terrenos, construcciones y otras situaciones en sus comunidades, acuden a la agencia a buscar información.
Mientras trabajaba en mi más reciente serie investigativa Inefectiva la protección costera, Lourdes Irizarry, quien se ha dedicado a alertar sobre el desarrollo desmedido en la comunidad Quique Bravo, en Isabela, me comentó que la fiscalización ciudadana se perjudica porque el DRNA continuamente ignora sus peticiones.
Por ejemplo, la líder comunitaria le escribió varias veces al DRNA en octubre y noviembre de 2022, para solicitar una vista pública ante un deslinde que pidieron los proponentes del proyecto residencial de lujo en Quique Bravo. Tras insistir, la vista pública finalmente se celebró en marzo de 2023. Irizarry me explicó con frustración que el DRNA raras veces respondió las múltiples llamadas y los correos electrónicos que envió por meses para conocer el estatus de su petición de vistas públicas.
“Es bien frustrante porque es tan difícil para una persona común y corriente navegar por todos los estorbos que te ponen [en el DRNA]”, me comentó la residente de Quique Bravo.
Tras ser ignorada, Irizarry presentó una querella ante la Oficina del Procurador del Ciudadano (Ombudsman) por la falta de respuesta del DRNA.
La queja de Irizarry no es la única. Cientos de puertorriqueños y puertorriqueñas han pasado por lo mismo. En cinco años – entre los años fiscales 2018-2019 y 2022-2023 – la Oficina del Ombudsman atendió más de 350 querellas contra el DRNA, según datos de la propia oficina. En 2022-2023 se atendieron 187 casos, un aumento de un 405% al comparar los 37 casos de 2018-2019.
La experiencia de Irizarry también la han vivido muchas organizaciones ambientales. El verano pasado más de 14 organizaciones ambientales protestaron frente al edificio del DRNA en San Juan mientras entregaban una lista de reclamos a la secretaria Anaís Rodríguez Vega, entre los cuales destacaba la falta de transparencia y la poca colaboración de la agencia.
La protesta y el levantamiento de campamentos se ha convertido en Puerto Rico en la manera más común de llamar la atención sobre problemas ambientales no atendidos por el DRNA. La agencia arrastra los pies al atender los asuntos urgentes o impide que los ciudadanos tengan la información necesaria sobre potenciales desarrollos. Sin embargo, esa estrategia conlleva el riesgo de arrestos, acusaciones criminales y hasta agresiones.
Para mi investigación sobre la infectividad gubernamental de la protección costera ante el cambio climático esperé cerca de nueve meses por información, como las querellas que se habían presentado en la Oficina del Cuerpo de Vigilantes del DRNA en el barrio Islote en Arecibo. Información que le pedí al oficial de prensa del DRNA, como la grabación de la vista pública sobre el deslinde del terreno en el sector Quique Bravo, nunca se me proveyó. Alguna la obtuve mediante fuentes alternas, como personas que confían en nuestro trabajo o archivos viejos.
En medio de la acelerada crisis climática que vive Puerto Rico, una comunicación transparente, rápida y eficaz es vital para la confianza que los constituyentes deben tener en su Gobierno.
Denunciar un potencial crimen ambiental requiere de confianza en los procesos que se le delegan a las agencias gubernamentales para que se cumpla con la ley. Cuando tienes que llamar decenas de veces para que respondan tus dudas o esperar meses por una vista pública, esa confianza se erosiona tanto como se erosionan nuestras playas. Cuando los medios de comunicación tienen que presentarse constantemente en los tribunales para obtener información que debe estar disponible, también se coartan las posibilidades de fiscalizar las estructuras de poder para que se identifiquen posibles fallas que puedan subsanarse a tiempo.
La lucha contra los efectos del cambio climático es integral. No tan solo requiere de soluciones específicas, sino de comunicación e información para educar y para que los constituyentes conozcan y confíen en la efectividad de las agencias de Gobierno.
Próximo en la serie
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